Después de encontrarlos: Las trabas del sistema a las familias
Imágen Quinto Lab. |
Entre marzo y junio de este año, el colectivo Decofem localizó 32 cuerpos enterrados en el Cerro de la Cruz de Jacona, en Michoacán. Siete han sido identificados. Sobre Raúl y Mario —dos de las víctimas— y sus familias, de su búsqueda y de los obstáculos que les pusieron las autoridades cuando los hallaron, es esta historia
Texto y fotos: Santiago Reyes para A dónde van los desaparecidos
Lo primero en salir de la tierra son un par de tenis idénticos a los que Gabriela Pérez Ramírez regaló a su hijo en la Navidad previa a su desaparición. Después, una chamarra negra con gris, igual o parecida a la que vestía Raúl Ávila Pérez aquel lunes 14 de marzo de 2022 en que no regresó del Cerro de la Cruz.
Hoy es lunes 10 de junio de 2024. Los peritos escarban en la parte baja del cerro; a unos metros, Gabriela está comiendo con sus compañeras de búsqueda. No sabe todavía que ese cráneo agujereado que una de las forenses sostiene en sus manos puede ser el de Raúl.
Veinte minutos después del hallazgo, regreso junto al árbol donde las integrantes del colectivo Desaparecidos de la Costa y Feminicidios de Michoacán (Decofem) comparten un táper lleno de arroz y carne guisada. Desde esta altura del cerro aún se alcanza a escuchar el murmullo de los autos.
Un muro de ladrillos con agujeros de bala y grafitis con el nombre de Los Viagras —un grupo criminal de la región— es lo único que separa este lugar de los barrios periféricos de la ciudad de Jacona de Plancarte, en Michoacán.
Para cerciorarme de que la información que acabo de escribir en mi libreta es correcta, le pregunto a un compañero periodista si recuerda cuál era la marca de los tenis. “Según yo, eran Nike”, me dice.
“¿De qué color?”, pregunta una de las madres. Es Gabriela, de 42 años, quien tuvo que trasladarse desde Guadalajara, donde trabaja en una ferretería, para poder buscar a su hijo.
Viste una sudadera gris que contrasta con el calor del verano, una gorra también gris de los Dodgers, y un paliacate rojo que mantiene amarrado su cabello, pintado de un tono rojizo decolorado por el tiempo.
Reviso entre las fotografías que acabo de tomar y ahí están: dos tenis azules cubiertos de tierra que quizá sean suficientes para responder a la pregunta que ha atormentado a Gabriela desde el momento en que su hijo, un comerciante y albañil de 23 años, desapareció.
“Azul marino. Y encontraron también esta chamarra camuflajeada”, le digo mostrándole una foto en la que se ve a un perito revisar la prenda. riela está congelada, sus pies inmóviles sobre el pastizal seco. Apenas respira. Sus compañeras la miran, pero nadie dice nada. En cuestión de segundos, su cuerpo se destensa como quien durante toda una vida contuvo un quejido y finalmente puede respirar. Porque los dos años y cuatro meses sin Raúl fueron, sobre todo, eso: una vida entera.
Para cerciorarme de que la información que acabo de escribir en mi libreta es correcta, le pregunto a un compañero periodista si recuerda cuál era la marca de los tenis. “Según yo, eran Nike”, me dice.
“¿De qué color?”, pregunta una de las madres. Es Gabriela, de 42 años, quien tuvo que trasladarse desde Guadalajara, donde trabaja en una ferretería, para poder buscar a su hijo.
Viste una sudadera gris que contrasta con el calor del verano, una gorra también gris de los Dodgers, y un paliacate rojo que mantiene amarrado su cabello, pintado de un tono rojizo decolorado por el tiempo.
Reviso entre las fotografías que acabo de tomar y ahí están: dos tenis azules cubiertos de tierra que quizá sean suficientes para responder a la pregunta que ha atormentado a Gabriela desde el momento en que su hijo, un comerciante y albañil de 23 años, desapareció.
“Azul marino. Y encontraron también esta chamarra camuflajeada”, le digo mostrándole una foto en la que se ve a un perito revisar la prenda. riela está congelada, sus pies inmóviles sobre el pastizal seco. Apenas respira. Sus compañeras la miran, pero nadie dice nada. En cuestión de segundos, su cuerpo se destensa como quien durante toda una vida contuvo un quejido y finalmente puede respirar. Porque los dos años y cuatro meses sin Raúl fueron, sobre todo, eso: una vida entera.
“Sí, esa es. Esa es su chamarra”, murmura.
“Creo que la compañera encontró a su hijo”, advierte una de las buscadoras. Algunas madres, aquellas que llevan más tiempo buscando a sus familiares, se acercan a abrazarla. “Es feo, pero ya tendrás donde llorarle”, susurra una. Solo se escucha el ruido de los insectos, más fuerte que cualquier sonido: un sollozo, un grito, un suspiro de alivio.
Esa noche, al llegar a casa, Gabriela deseó con todas sus fuerzas que ese cráneo no fuera el de su hijo, y anheló, también, que sí lo fuera.
Sin registro
Entre marzo y junio de 2024, integrantes de Decofem realizaron dos jornadas de búsqueda en el Cerro de la Cruz, donde hallaron 32 cuerpos enterrados —la mayoría en estado esquelético— en 30 fosas clandestinas. Supieron del lugar por una llamada anónima; la persona les dijo que, presuntamente, había ochenta cadáveres en la zona. “Los van a encontrar si siguen la barda de ladrillo, a la altura de donde está el hoyo, ahí donde dice Los Viagras”, afirmó.
A este cerro, localizado en el predio de Tamandaro, suelen ir los pobladores de Jacona a hacer ejercicio, desde caminatas en familia hasta senderismo. Se ubica entre el Cerro del Curutarán y un lugar conocido como la Casa del Agua, una construcción de ladrillos abandonada que formaba parte de la antigua planta hidroeléctrica del municipio.
La gran cantidad de cuerpos enterrados en la zona puede deberse a que, anteriormente, existía un campamento del crimen organizado en las faldas del Curutarán y, para evitar llamar la atención sobre su ubicación, los delincuentes trasladaron a sus víctimas al Cerro de la Cruz, considera la fundadora de Decofem Evangelina Contreras Ceja, quien busca a su hija Tania, desaparecida el 11 de julio de 2012.
“Aparte, como aquí cerquita hay casas, pues pueden subir los cuerpos en carro y pasarlos por los hoyos de la barda. Y aunque la gente los vea, todo mundo se calla. Porque el terror que ejercen es para dominar a la sociedad y, desgraciadamente, estando en una ciudad como Jacona o Zamora, la población está aterrada”.
A los cárteles les interesa esta región porque genera mucho dinero por la industria de las frutas, considera una persona observadora de derechos humanos de Michoacán que pide, por razones de seguridad, no mencionar su nombre. “Así como en otras partes del estado pasa con el aguacate, acá se quieren apoderar de las empresas que producen la fresa y la berrie a través del cobro de piso”, sostiene. Desde hace años, empresarios y productores agrícolas de la entidad han denunciado amenazas y extorsiones por parte de las organizaciones criminales.
Ante la sospecha de que pueda haber más personas enterradas en el Cerro de la Cruz, Decofem reanudará las labores de búsqueda a inicios del próximo año. Hasta la publicación de este texto, solo siete víctimas habían sido identificadas por las autoridades tras un proceso de confronta de ADN. Sus nombres y las edades que tenían cuando desaparecieron son: Marcos Quintero Ayala de 36 años, Alejandro Gil García de 42 años, Anayeli Delgado Linares de 22 años, Miguel Ángel Mendoza Garibay de 32 años, Luis Adrián Gallardo Sandoval de 30 años, Raúl Ávila Pérez de 23 años, y Mario Alberto León Pérez de 34 años. Este último todavía figura en el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) con el estatus de “desaparecido”.
El registro nacional tampoco ha actualizado la cifra de personas localizadas sin vida en Jacona, a pesar de los cuerpos identificados; desde marzo, cuando comenzó la búsqueda, solo ha agregado una víctima, para sumar catorce. “Es muy probable que la institución encargada de registrar estas desapariciones en el RNPDNO, que en este caso sería el Ministerio Público de la Fiscalía Regional de Zamora, no haya hecho los reportes. Por eso no se actualizan los datos de que ya hay más localizados, porque tal vez ni siquiera estaban contados en la cifra de desaparecidos”, explica Laura Contreras, hija de Evangelina y también integrante de Decofem. De modo que, para el Estado, estas personas nunca fueron localizadas, porque para empezar tal vez nunca figuraron como desaparecidas.
Todo fue por culpa de un animal —un perro o una rata— que, días antes, guiado por el olor a descomposición desenterró un par de huesos pequeños. Esto permitió que Evangelina descubriera un tesoro —como llaman a los restos de sus seres queridos desaparecidos— oculto bajo el peso de una enorme roca. “Ya no siga buscando ahí, esa piedra es muy grande como para que hayan escarbado debajo”, le había dicho segundos antes un funcionario de la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB).
“La INE es de Mario Alberto León Pérez, ¿alguien lo reconoce?”, preguntó el policía.
“Sí, es de mi tío. Es a quien estoy buscando”, respondió Yaneth Barriga León, de 36 años, una ingeniera industrial de semblante sobrio y ojos grandes y verdes que rara vez parpadean, quien desde marzo de este año abandonó su profesión para ser buscadora de tiempo completo.
“Aún no es seguro que sea él, solo es su identificación”, advirtió el policía. Después, Yaneth se enteró de que la credencial de su tío fue encontrada junto a los pies del cuerpo. “Él siempre guardaba su INE en la planta de los zapatos”, afirma. Mario, un comerciante de ropa de 34 años, desapareció la mañana del 10 de diciembre de 2020, cuando salió a trabajar con su pareja, Irma Leticia León Ayala, de 48 años.
Acompañada de otra buscadora, Yaneth decidió bajar a la fosa para ver el cuerpo. Como si esos huesos pudieran hablarle, contar lo que pasó. Pero al llegar, ya no estaban. Solo había el hoyo en la tierra, una cinta amarilla que delimitaba el área, y una bocina colgada de un árbol; al ritmo de Stand by me de Ben E. King, un grupo de peritos bailaba mientras terminaba de recoger sus herramientas.
Al regresar con sus demás compañeras, la cuesta arriba se le volvió aún más pesada. A lo largo de la ladera, banderillas azules clavadas en el suelo indicaban el hallazgo de una osamenta cada diez o quince metros. Lo único visible era el relieve de los cráneos o de alguna vértebra, pues el resto del cadáver seguía enterrado.
Esto es así porque, según las buscadoras de Decofem, la Fiscalía Especializada para la Investigación y Persecución de los Delitos de Desaparición Forzada de Personas y Desaparición cometida por Particulares, adscrita a la Fiscalía General del Estado de Michoacán, pide a los colectivos que, si encuentran un cuerpo, se limiten a marcar el lugar y continúen avanzando para no alterar la escena del delito; los servicios periciales son los encargados de procesar la fosa.
Cuenta Yaneth que, en ocasiones, cuando realizan un hallazgo, antes de notificarlo a la fiscalía remueven algunos centímetros de tierra de la fosa para tomar una fotografía como registro, y luego vuelven a cubrir el cuerpo, ya que no siempre les permiten acercarse a observar el trabajo de los peritos.
Unos tenis azul marino fue lo primero descubierto por los peritos en la fosa clandestina donde estaba enterrado Raúl Ávila Pérez. |
Sin registro
Entre marzo y junio de 2024, integrantes de Decofem realizaron dos jornadas de búsqueda en el Cerro de la Cruz, donde hallaron 32 cuerpos enterrados —la mayoría en estado esquelético— en 30 fosas clandestinas. Supieron del lugar por una llamada anónima; la persona les dijo que, presuntamente, había ochenta cadáveres en la zona. “Los van a encontrar si siguen la barda de ladrillo, a la altura de donde está el hoyo, ahí donde dice Los Viagras”, afirmó.
A este cerro, localizado en el predio de Tamandaro, suelen ir los pobladores de Jacona a hacer ejercicio, desde caminatas en familia hasta senderismo. Se ubica entre el Cerro del Curutarán y un lugar conocido como la Casa del Agua, una construcción de ladrillos abandonada que formaba parte de la antigua planta hidroeléctrica del municipio.
La gran cantidad de cuerpos enterrados en la zona puede deberse a que, anteriormente, existía un campamento del crimen organizado en las faldas del Curutarán y, para evitar llamar la atención sobre su ubicación, los delincuentes trasladaron a sus víctimas al Cerro de la Cruz, considera la fundadora de Decofem Evangelina Contreras Ceja, quien busca a su hija Tania, desaparecida el 11 de julio de 2012.
“Aparte, como aquí cerquita hay casas, pues pueden subir los cuerpos en carro y pasarlos por los hoyos de la barda. Y aunque la gente los vea, todo mundo se calla. Porque el terror que ejercen es para dominar a la sociedad y, desgraciadamente, estando en una ciudad como Jacona o Zamora, la población está aterrada”.
A los cárteles les interesa esta región porque genera mucho dinero por la industria de las frutas, considera una persona observadora de derechos humanos de Michoacán que pide, por razones de seguridad, no mencionar su nombre. “Así como en otras partes del estado pasa con el aguacate, acá se quieren apoderar de las empresas que producen la fresa y la berrie a través del cobro de piso”, sostiene. Desde hace años, empresarios y productores agrícolas de la entidad han denunciado amenazas y extorsiones por parte de las organizaciones criminales.
Ante la sospecha de que pueda haber más personas enterradas en el Cerro de la Cruz, Decofem reanudará las labores de búsqueda a inicios del próximo año. Hasta la publicación de este texto, solo siete víctimas habían sido identificadas por las autoridades tras un proceso de confronta de ADN. Sus nombres y las edades que tenían cuando desaparecieron son: Marcos Quintero Ayala de 36 años, Alejandro Gil García de 42 años, Anayeli Delgado Linares de 22 años, Miguel Ángel Mendoza Garibay de 32 años, Luis Adrián Gallardo Sandoval de 30 años, Raúl Ávila Pérez de 23 años, y Mario Alberto León Pérez de 34 años. Este último todavía figura en el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) con el estatus de “desaparecido”.
El registro nacional tampoco ha actualizado la cifra de personas localizadas sin vida en Jacona, a pesar de los cuerpos identificados; desde marzo, cuando comenzó la búsqueda, solo ha agregado una víctima, para sumar catorce. “Es muy probable que la institución encargada de registrar estas desapariciones en el RNPDNO, que en este caso sería el Ministerio Público de la Fiscalía Regional de Zamora, no haya hecho los reportes. Por eso no se actualizan los datos de que ya hay más localizados, porque tal vez ni siquiera estaban contados en la cifra de desaparecidos”, explica Laura Contreras, hija de Evangelina y también integrante de Decofem. De modo que, para el Estado, estas personas nunca fueron localizadas, porque para empezar tal vez nunca figuraron como desaparecidas.
La esperaUna llamada anónima dio como referencia un muro de ladrillos
con el nombre pintado de los "Viagras", para que se iniciara
una búsqueda en ese lugar.
Todo fue por culpa de un animal —un perro o una rata— que, días antes, guiado por el olor a descomposición desenterró un par de huesos pequeños. Esto permitió que Evangelina descubriera un tesoro —como llaman a los restos de sus seres queridos desaparecidos— oculto bajo el peso de una enorme roca. “Ya no siga buscando ahí, esa piedra es muy grande como para que hayan escarbado debajo”, le había dicho segundos antes un funcionario de la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB).
“La INE es de Mario Alberto León Pérez, ¿alguien lo reconoce?”, preguntó el policía.
“Sí, es de mi tío. Es a quien estoy buscando”, respondió Yaneth Barriga León, de 36 años, una ingeniera industrial de semblante sobrio y ojos grandes y verdes que rara vez parpadean, quien desde marzo de este año abandonó su profesión para ser buscadora de tiempo completo.
“Aún no es seguro que sea él, solo es su identificación”, advirtió el policía. Después, Yaneth se enteró de que la credencial de su tío fue encontrada junto a los pies del cuerpo. “Él siempre guardaba su INE en la planta de los zapatos”, afirma. Mario, un comerciante de ropa de 34 años, desapareció la mañana del 10 de diciembre de 2020, cuando salió a trabajar con su pareja, Irma Leticia León Ayala, de 48 años.
Acompañada de otra buscadora, Yaneth decidió bajar a la fosa para ver el cuerpo. Como si esos huesos pudieran hablarle, contar lo que pasó. Pero al llegar, ya no estaban. Solo había el hoyo en la tierra, una cinta amarilla que delimitaba el área, y una bocina colgada de un árbol; al ritmo de Stand by me de Ben E. King, un grupo de peritos bailaba mientras terminaba de recoger sus herramientas.
Al regresar con sus demás compañeras, la cuesta arriba se le volvió aún más pesada. A lo largo de la ladera, banderillas azules clavadas en el suelo indicaban el hallazgo de una osamenta cada diez o quince metros. Lo único visible era el relieve de los cráneos o de alguna vértebra, pues el resto del cadáver seguía enterrado.
Esto es así porque, según las buscadoras de Decofem, la Fiscalía Especializada para la Investigación y Persecución de los Delitos de Desaparición Forzada de Personas y Desaparición cometida por Particulares, adscrita a la Fiscalía General del Estado de Michoacán, pide a los colectivos que, si encuentran un cuerpo, se limiten a marcar el lugar y continúen avanzando para no alterar la escena del delito; los servicios periciales son los encargados de procesar la fosa.
Cuenta Yaneth que, en ocasiones, cuando realizan un hallazgo, antes de notificarlo a la fiscalía remueven algunos centímetros de tierra de la fosa para tomar una fotografía como registro, y luego vuelven a cubrir el cuerpo, ya que no siempre les permiten acercarse a observar el trabajo de los peritos.
Janeth Barriga junto a la fosa donde encontraron a su tío Mario Alberto León Pérez, minutos después de que los peritos se llevaran el cuerpo. En pocas palabras, como lo expresan Gabriela y Yaneth, en el momento en que una persona podría ser identificada por una madre que quizá reconozca una imperfección en la dentadura o una cicatriz —cuando vio las fotos de la osamenta de Raúl, Gabriela notó que a la mandíbula le faltaba la misma muela que a su hijo—, el cuerpo queda a merced de las fiscalías y los Servicios Médicos Forenses (Semefos), que envían la mayoría de los cadáveres a una fosa común o a un refrigerador mortuorio. La crisis forense en México supera los 72,100 cuerpos sin identificar. Al caer la tarde, concluida la jornada, las familias escucharon el reporte de las instituciones que acompañaron y custodiaron la búsqueda: la fiscalía especializada, la CNB, la Guardia Nacional y la policía municipal. “En cuanto a los dos cuerpos que tienen indicios de poder ser identificados, ya mandamos el oficio para que sean procesados en situación de urgencia y puedan hacerse los análisis de ADN”, anunció el policía de investigación a Gabriela y a Yaneth. “Más o menos un mes nos van a tener que esperar”. Esa última palabra se quedó en el aire. Como si haber pasado años sin avances en la carpeta de investigación no hubiera sido suficiente para ellas. Esperar, esperar y esperar… la cruz que no pidieron cargar las familias de las 118,000 personas desaparecidas en el país. “Más vale seguir adelante" Un ejército de moscas sobrevuela un puesto de donas de azúcar, junto al que desfilan cabizbajos los jornaleros al regresar de los campos de cultivo que se extienden en las afueras de Jacona. Van con el rostro aún cubierto por el paliacate que los protege de los químicos utilizados por las empresas en la siembra de fresas, arándanos y frambuesas, la principal industria de la región. Una jornalera cuenta que se cruzó en su camino al trabajo con una camioneta llena de hombres armados que “tan solo iban de paso por el monte”. Otra escuchó gritos y detonaciones en una casa, pero “más vale seguir adelante que andar de chismosa”. Y una más vio a lo lejos dos personas que cargaban una bolsa negra en dirección al cerro. Son secretos que se cuentan únicamente en la intimidad, entre cuatro paredes, o eso afirman los habitantes de Jacona, cabecera del municipio del mismo nombre, con una población de cerca de 69,000 habitantes. Cuando llegué a esta ciudad, el pasado 10 de junio, la noticia en los titulares era que el regidor suplente electo del municipio, el morenista Mario Lázaro Mendoza, había sido asesinado. Al caminar por una de las calles aledañas al Cerro de la Cruz, vi las fichas de búsqueda de cinco personas pegadas en la pared de una tienda de abarrotes; en poco tiempo descubrí que los rostros de los desaparecidos estaban en varios puntos de la localidad. Solo el río Duero, uno de los más contaminados del estado, divide al municipio de Jacona del de Zamora —con más de 200,000 habitantes—, y ambos conforman el área metropolitana de Zamora. De acuerdo con el RNPDNO, en Jacona han desaparecido 158 personas, mientras que en Zamora suman 566. El total de víctimas de desaparición en Michoacán es de 6,149 personas (hasta el 18 de noviembre). Según el Índice de paz México 2024, del Instituto para la Economía y la Paz, Jacona y Zamora registraron, respectivamente, 116 y 114 muertes por cada 100,000 habitantes en 2023, “las tasas más altas entre los municipios con al menos 50,000 habitantes” en la entidad. |
Para leer el reportaje completo, puede seguir el siguiente link:
https://adondevanlosdesaparecidos.org/
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