El agujero negro de la frontera: Las dificultades en la búsqueda de migrantes
En 2020, Bladis Mejía viajó desde Chiapas a Estados Unidos. Su rastro se perdió en el desierto de Sonora. Mientras voluntarios de organizaciones de derechos humanos recorren la zona fronteriza para rescatar a migrantes desaparecidos, el Proyecto Frontera del EAAF ha logrado identificar a decenas de ellos mediante la creación de bancos de datos forenses
Texto:
Nora Belghaus
Fotos:
Helena Lea Manhartsberger
Bladis Mejía ha colocado en la cama del hotel
los objetos que planea llevarse en su marcha por el desierto: un rollo de papel
higiénico, pañuelos desechables, auriculares, gomina para el pelo, analgésicos,
ungüento Vick Vaporub, unos guantes con estampado de camuflaje. Se hace unas selfies, fotografía sus pertenencias, y
envía las imágenes a su madre Cristina Saraoz Calvo.
La noche del jueves 2 de abril de 2020, Bladis
le escribe por WhatsApp desde la ciudad fronteriza de Sonoyta, en Sonora:
“Me dijo este vato que no encienda mi celular.
Así que estaré desconectado por cinco días. Así que no te asustes“.
“Bueno, mi amor, pero si puedes me escribes“,
le responde su madre. “Hasta donde puedas. Por favor, cuídate mucho en el
camino. Nosotros estaremos orando por ti, hijito“.
“Sí, mamita, está bien. No te preocupes por nada. Te prometo que estaré bien“.
Es el último mensaje que Saraoz recibe de su hijo. Su rastro se pierde en el
desierto de Sonora, que se extiende desde México hasta Arizona.
Fotografía de Bladis Mejía incluida en el expediente de su desaparición, ocurrida en 2020, cuando tenía 21 años.
Cuando Bladis partió desde el noroeste del
país, en abril de 2020, tenía 21 años. Como decenas de miles de personas que
viajaron desde distintos lugares de América Latina solo ese mes, su destino era
Estados Unidos, donde encontraría un trabajo asalariado, paz y la perspectiva
de una vida mejor. Pero Bladis no disfrutó de esa nueva vida. Para su madre se
convirtió en un “desaparecido“.
El Proyecto Migrantes Desaparecidos de la
Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de Naciones Unidas
registra, en la región de las Américas, 9,952 personas fallecidas o
desaparecidas en su camino hacia Estados Unidos desde 2014 hasta diciembre de
2024. Pero se cree que hay
muchos más. Algunos
desaparecen cuando recorren Centroamérica o cruzan el Caribe; otros, cuando ya
llegaron a su destino, en Nuevo México, Texas o Arizona.
Un día de noviembre de 2023, los
estadounidenses Alizah Simon, de 27 años, y Bryce Peterson, de 32, suben a una pick up rumbo al desierto de Sonora, al
que tambíen se dirigía Bladis. Avanzan durante kilómetros a lo largo de la
línea fronteriza, que se extiende hasta el horizonte. Bajo el calor del mediodía,
cargan al hombro sus mochilas y marchan a través del terreno polvoriento y
lleno de maleza. Lleva cada uno 15 litros de agua en tres bidones y comida.
Después de dos horas de caminata llegan a un
barranco. Depositan en árboles y cuevas los garrafones de agua, las latas de
atún y frijoles, y las galletas. No More Deaths es la ONG para la que trabajan
de forma voluntaria. Hay blísteres de analgésicos y latas vacías junto a la
carretera; encuentran un zapato junto a un arbusto. Alguien ha cosido alrededor
de la suela un pedazo ancho de alfombra. Los migrantes usan estos zapatos para
no dejar huellas en la arena, “para que la patrulla fronteriza no pueda
encontrarlos“, dice Simon. A menudo han rescatado a personas deshidratadas y
desorientadas que vagaban por el desierto.
Una vez, durante un recorrido, Simon descubrió
un esqueleto humano debajo de un árbol, a 100 metros del aparcamiento más
cercano. Avisó a la patrulla fronteriza, que se llevó los restos. No sabe si
fueron identificados. Más tarde, alguien colocó una cruz amarilla de madera en
el lugar y colgó un rosario.
Voluntarios como Simon, Peterson e integrantes
de otros grupos humanitarios dan un poco de esperanza a familiares de personas
desaparecidas como Saraoz.
La madre de Bladis aún no sabe si el hijo que
busca está vivo o muerto.
Rick, un voluntario,
revisa una fuente de agua de la ONG Humane Borders en el parque Organ Pipe, en
Arizona.
La
oferta
Tres años, siete meses y un día después de la
desaparición de Bladis, en noviembre de 2023, Saraoz, de 44 años, hojea el
expediente de su hijo en la mesa de su cocina, que contiene una copia de su
última selfie. “Nada duele tanto como
saber que tu hijo ha muerto“, dice, “pero no saberlo es igual de malo“. Saraoz
conoce muchas historias de desaparecidos en la frontera. Y sobre los muertos:
fallecidos de sed en el desierto, ahogados en el Río Grande, o víctimas de la
violencia de los cárteles y de los traficantes de personas. A veces, sus
cuerpos son encontrados en el río o bajo los arbustos. Otros yacen enterrados
en lugares desconocidos, sin que se conozca la verdad sobre su muerte.
Saraoz vive con su hija Perla, de 11 años, y su
hijo Ronay, de 23, y la pareja de este, en Emiliano Zapata, un pueblo de las
montañas de Chiapas, el estado más pobre de México. Su marido, después de un
largo periodo enfermo, murió en octubre de 2022. Junto con Ronay, Saraoz puso
una tortillería en la casa vecina. Cristian, su hijo menor, de 21 años, emigró
al norte del país para ganar dinero.
Casi todas las paredes de su hogar están pintadas de diferentes colores. Un año después de la desaparición de Bladis volvieron a pintar la casa, pero no su antigua habitación. Su madre muestra la cabeza de puma dorada que Bladis dibujó en la pared: el logotipo de su club de fútbol favorito, los Pumas de la UNAM. Hace tiempo que Perla se mudó al cuarto, con su osito y su perro de peluche.
Más tarde, Saraoz se sienta en la cocina bajo
la pálida luz de una bombilla LED. A su espalda, una estantería rebosa de
coloridos tupperware; son de cuando
los vendía en el barrio. En la esquina hay una jaula con un periquito. Perla
pasa los dedos por los barrotes mientras su madre recuerda que en 1998, cuando
nació Bladis, tenía 19 años. Además de tupperware,
también vendía ropa americana por catálogo. Su marido trabajaba como profesor.
Los domingos iban a la iglesia que está enfrente, una congregación de los
adventistas del séptimo día. Una vida sin grandes sobresaltos, pero “no nos
faltaba nada“, dice.
Cuando su marido enfermó del riñón, necesitaba
diálisis todos los días, pero seguía trabajando. En 2018, su hijo mayor,
Bladis, se mudó a la ciudad de Monterrey; encontró trabajo en una fábrica de
asientos calefactables para automóviles y enviaba a casa todo el dinero que
podía.
En la Nochevieja de 2019, Bladis le regaló a su
madre un billete de avión; fue la primera vez que Saraoz viajaba a una gran
ciudad. Madre e hijo sonríen en las selfies
que se hicieron.
Tres meses después, en marzo de 2020, el padre
empeoró repentinamente y tuvo que ser hospitalizado varias semanas. El
coronavirus había llegado al país. Los medicamentos escaseaban y eran caros.
“Bladis no soportaba la incertidumbre, el miedo por su padre“, dice Saraoz.
Poco después, su hijo le preguntó: “Mamita, ¿qué te parece si me voy a Estados
Unidos?“. Ella se mostró escéptica: “¿Qué quieres allí? ¿Por qué piensas eso?“.
Le contó que estaba en contacto por Facebook con un chico que conoció en la
escuela. Ahora vivía en Estados Unidos y ganaba mucho dinero; le ofreció
organizar el viaje y un trabajo como chofer. Solo tenía que pagar una parte de
los gastos, el resto podría cubrirlo cuando estuviera allá. Así podría enviar
más dinero a casa para la medicación de su padre, mucho más.
Al final, Saraoz le dio su bendición, pero con
cierta inquietud. "Estaba muy preocupada, pero él lo
deseaba tanto", cuenta.
El desierto de Sonora se extiende a ambos lados de la frontera de México con EU, donde abarca grandes áreas de los estados de Arizona y California.
El
viaje
El 27 de marzo de 2020, Bladis toma el autobús
con destino a Sonoyta, una ciudad fronteriza del estado de Sonora. Llega el 31
de marzo. Pero antes de viajar al otro lado, a Arizona, tiene que hacer un
primer pago. Pide dinero a su madre. Saraoz transfiere 7,000 pesos, prestados
por un primo, a la cuenta de su hijo para que pueda cruzar la frontera. Bladis
agrega una parte de sus ahorros a esa cantidad, pero Saraoz no sabe cuánto.
Dos días después, Bladis se encuentra con otros
tres viajeros, una mujer y dos hombres, y con la persona que supuestamente los
llevará al otro lado: el guía y cómplice del conocido de la escuela que lo
convenció para que entrara ilegalmente a Estados Unidos. Bladis le entrega el
dinero. Durante esos días, mantiene a su madre informada casi cada hora; hablan
por teléfono y se escriben mensajes.
Desde la habitación del hotel, Bladis le envía
una selfie y una foto de su equipaje.
Y el último wasap. Luego comienza la espera para Saraoz. En los cuatro días que
siguen a esa noche, apenas come ni duerme, con los ojos pegados al celular. El
6 de abril no puede aguantar más. Bladis le había dado el número de su antiguo
compañero de colegio, y Saraoz le pregunta por WhatsApp y Facebook por el paradero de su hijo. Pero el coyote,
el traficante, no contesta a sus preguntas o lo hace con monosílabos; le dice
que tenga paciencia y que pronto le dará información.
El tono de Saraoz en los mensajes se vuelve más
agudo, apela a su responsabilidad, le insta a que averigüe más sobre la ruta
del grupo a través del guía. En algún momento, le responde que Bladis podría
estar atrapado en el desierto de Sonora en Arizona, en Growler Valley, un valle
entre dos cadenas montañosas. Allí, solo algunas cuevas bajo las rocas
proporcionan algo de sombra; alrededor crecen arbustos espinosos y cactus
saguaro de nueve metros de altura. Después, el contacto se interrumpe; el
coyote la ha bloqueado.
Tres jóvenes guatemaltecos caminan hacia el centro de registro después de atravesar la frontera en Ajo, Arizona.
Comienza
la búsqueda
Ronay, el hermano menor de Bladis que vive con
su madre, encuentra en internet dos organizaciones de derechos humanos que
buscan a personas desaparecidas en la zona fronteriza de Estados Unidos. Le
proporciona información sobre el coyote a uno de los grupos. El 21 de abril, 19
días después de la desaparición de Bladis, cinco hombres y una mujer salen en
su busca. Son voluntarios de Samaritanos sin Fronteras, un grupo humanitario
con sede en Ajo, Arizona, y de la ONG No More Deaths. Ajo es una pequeña ciudad
del desierto de Sonora; los samaritanos, en su mayoría estadounidenses blancos
jubilados, viajan regularmente a la región fronteriza en busca de migrantes
como Bladis que necesitan ayuda, han sido abandonados por los coyotes o están
perdidos. Les dan agua y comida, curan pequeñas heridas, y llaman a la patrulla
fronteriza y a una ambulancia en caso de emergencia.
Por la noche, envían las fotos de la búsqueda a
Ronay. Los samaritanos parecen excursionistas, con mochilas, bastones de
senderismo, sombreros y gafas de sol, llevan pantalones beige de montaña y camisas blancas de manga larga. Están sobre un
terreno pedregoso bajo un cielo despejado. Pero la esperanza de Ronay y su
familia se desvanece. No lo han encontrado.
A Cristina Saraoz le cuesta cada vez más
levantarse por las mañanas, ayudar a su marido con la diálisis, llevar a su
hija Perla al colegio. Los días se convierten en semanas y meses. Abandona su
negocio; se limita a hacer lo imprescindible. “Perlita es mi fuerza“, dice.
En la primavera de 2021, un conocido le habla
de Voces Mesoamericanas. Esta organización, que apoya a familias cuyos
parientes han desaparecido en su camino a Estados Unidos, quizá pueda ayudarla.
Poco después de contactarla, Saraoz toma un minibús hacia San Cristóbal de las Casas,
en Chiapas, donde la ONG tiene su oficina. Maricela Sandybell Reyes González,
abogada, explica a Saraoz qué pasos pueden dar juntas. Juntas. Este es para
ella un punto de inflexión: “Desde entonces, no me he sentido tan sola con
todo“.
Integrantes del colectivo Buscadoras de la Frontera Nogales realizan una búsqueda en campo.
Las
preguntas de los forenses
Ese mismo año, en abril, Saraoz sube al autobús
por segunda vez, ahora junto a Ronay, Cristian y Perla. Son cuatro horas de
descenso por el valle y poco menos de dos horas de subida por la sierra hasta
llegar a San Cristóbal de las Casas. No es Reyes quien les espera, sino un
equipo de antropólogos de la Ciudad de México. Están desde hace varios días en
la ciudad entrevistando a las familias de los desaparecidos.
Una antropóloga forense pregunta a Saraoz sobre
la ropa que llevaba Bladis, sus marcas de nacimiento, radiografías, piercings, fracturas óseas. Recoge los
datos ante mortem (AM): todo lo que
pueda ayudar a la identificación de cadáveres o esqueletos. Luego toma muestras
de sangre y saliva de la madre y de los hijos para las pruebas de ADN.
La entrevistadora forma parte del Equipo
Argentino de Antropología Forense (EAAF), que colabora con Voces Mesoamericanas
y tiene como objetivo reunir a las personas desaparecidas con sus familias. Fue
fundado en 1984, poco después de la vuelta de la democracia a Argentina; de
1976 a 1983, bajo la dictadura militar, alrededor de 30,000 hombres y mujeres
fueron secuestrados, torturados y asesinados en ese país. Pasaron a la historia
como los “desaparecidos“. El EAAF se propuso recuperar e identificar a los
muertos de las fosas clandestinas; desde su creación, sus forenses han
identificado a víctimas de la violencia en más de 50 países, desde Angola hasta
Zimbabue, desde Bosnia hasta Vietnam.
Uno de los miembros fundadores del EAAF es
Mercedes Doretti, que ahora vive en Nueva York. En una entrevista por Zoom,
esta mujer de 65 años habla sobre el Proyecto Frontera, que desde 2009 tiene la misión de crear
estructuras en los países de origen de los migrantes, y el país de destino,
Estados Unidos, mediante redes, intercambio de información, bases de datos
compartidas que puedan utilizarse para identificar a quienes mueren en la
frontera norte de México. Doretti afirma: “Desde un punto de vista puramente
científico, el asunto es claro y sencillo. Pero el mayor reto es la
coordinación“.
Hay que visualizarlo así: por un lado, están
los cadáveres encontrados a lo largo de los más de 3,000 kilómetros de frontera
de Estados Unidos con México que son examinados por diversas instituciones
forenses. Son los cuerpos de personas que, probablemente, querían emigrar. En
la mayoría de los casos, solo se hallan sus esqueletos, rara vez cuentan con
algún documento de identidad. Por otro lado, están las familias. Algunas
residen en Estados Unidos, otras en su país de origen. La mayoría vive en la
pobreza, a miles de kilómetros de la frontera estadounidense, y algunos tienen
dificultades para leer y escribir.
¿Cómo unir estas dos partes? Los datos post mortem (PM) de los servicios
forenses estadounidenses con los datos ante
mortem (AM) de las familias, en caso de que los parientes hayan sido
contactados por ONG como Voces Mesoamericanas o el EAAF.
Falta un intercambio de datos entre Estados
Unidos, México y los demás países de origen para obtener, concentrar y hacer
llegar la información a los destinatarios adecuados, explica Doretti. Por eso,
en 2010, un año después de su fundación, el Proyecto Frontera empezó a
concentrar los datos. Se establecieron canales de contacto para las familias en
varios lugares de México y Centroamérica, y se crearon bancos forenses con bases
de datos estandarizadas, como el de Chiapas con Voces Mesoamericanas.
Desde 2010 hasta junio de 2023, han sido identificadas 296 de 2,123 personas migrantes reportadas como desaparecidas al Proyecto Frontera, y sus restos entregados a sus familiares. Es una fracción de los cuerpos no identificados. Las oficinas forenses de Estados Unidos ya han enterrado, o conservan en un refrigerador mortuorio, a más de mil. Doretti y su equipo asumen una tarea que, en realidad, es responsabilidad de los países de origen y de Estados Unidos: el trabajo forense. Permiten que las personas sean enterradas con dignidad y que sus familiares puedan despedirlas. Su trabajo se financia con donaciones y no con el dinero de los contribuyentes..
El reportaje completo puede ser consultado en el siguiente link:
https://adondevanlosdesaparecidos.org/2024/12/19/el-agujero-negro-de-la-frontera-las-dificultades-en-la-busqueda-de-migrantes/
La publicación en este blog fue autorizada por A donde Van los Desaparecidos.
Staff Redacción
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